Llegan las siete de la mañana y miles de porteños marchan como un ejercito, coordinado, casi hipnotizados
, hacia el subte o hacia algún colectivo. Algún valiente se aventura a manejar y a padecer del tránsito.
Caras van, caras vienen y cada uno, en su burbuja individual, no miran al costado, ni abajo ni arriba. Cómo caballos de carreras concentrados en la meta, concentrados en ganarle al otro el primer lugar o el último.
Las mañanas porteñas tienen ese no se qué, que no existe en otro lado, cientos de transeúntes que entre cemento cortado por el verde de las plazas y el canto de los pájaros transitan las veredas opacas que dan cuenta, baldosa a baldosa, el paso del tiempo, el gastado de los zapatos, el peso soportado, los malos tratos.
El olor a café y medias lunas del señor que lee el diario en el clásico café invaden el aire, juntos con el pan recién horneado de las panaderías, la humedad de pisos baldeados por porteros silbadores que se saludan amablemente como cada día y controlan el chorro de la manguera dejando pasar a quienes avanzan apurados. Y todo se mezcla también, con los bocinazos de impacientes y el humo gris de algún colectivo ensardinado. Alguna discusión de un motociclista sagaz que viborea entre los autos estancados, con algún taxista que fuma, dentro del coche. Coche en el que suena la radio, suena que se escucha hasta en la vereda.
Y junto a la boca de entrada del subterráneo el carrito de café, humeante, caliente que vende el señor de cabello entrecano, sonriente, a diario. Alado una señora morocha, bajita de rasgos andinos vende una especie de tortilla, no se sabe si alguien se las compra,que no se sabe a que sabe, pero tiene pilas hechas y pilas por hacer.
Las escaleras del subte gritarían de dolor si pudieran, suben y bajan y empujan. La chica rubia de los auriculares de aquella punta se choca con la señora que lee un libro, "Perdón", dicen sin siquiera levantar la mirada. Los rostros porteños, lapidarios, algunos casi fúnebres entran al subte y compiten por un asiento. Se sientan victoriosos y miran al frente, a la nada. Nuevamente hay un señor que lee el diario, el muchacho que duerme y el muchacho que relojea el periódico ajeno. Suena la chicharra, suena el aire y las puertas se cierran de un golpe. El chico que sonríe es juzgado por su sonrisa, está prohibido sonreír en las mañanas porteñas. El loco que ríe, piensan los demás.
Los pasajeros nuevos que suben en cada estación son observados con extrañeza, de arriba a abajo, de lado a lado. Y la señora que huele a perfume importado y se maquillo con abundancia agarra fuerte su cartera, y desconfía del que acaba de subir y del que ya estaba sentado a su lado.